Pocas tradiciones son tan bonitas y tan románticas como la del vestido de novia. Frente a este, cualquier atuendo de los asistentes queda absolutamente eclipsado en la ceremonia y posterior celebración, incluido el del novio. Ella es la gran protagonista y su indumentaria así nos lo recuerda.

El vestido, el velo, el tocado y los complementos son parte de un todo lleno de contenido y que la mayoría de las veces creemos conocer. En este sentido, el color del vestido, blanco o cercano a este color, es algo propio de occidente o de su influencia en la cultura global y, por supuesto no siempre ha sido así. Desde la antigüedad los ropajes que cubrían a la novia han sido de colores muy distintos, pasando incluso por el rojo o el negro, en períodos donde el blanco era el color del luto. Incluso hoy en día, en muchos países de Asia el color por excelencia para la desposada sigue siendo el rojo.

¿De dónde viene entonces la tradición actual del vestido de novia blanco? En realidad es relativamente reciente y proviene del vestido de novia de la reina Victoria de Inglaterra, cuya influencia histórica es más que notable no solo en Europa, sino en todo el mundo a través de la Commonwealth of Nations. Ella eligió ese color y su imagen allá a mediados del siglo XIX recorrió el mundo y marcó tendencias.

Podríamos caer en el error común de identificar lo níveo con lo puro, cuando se trata del vestido de novia. La pureza de acuerdo a la tradición griega y romana es aportada por el velo e incluso por algún detalle azul escondido, siendo el blanco en los orígenes de nuestra cultura símbolo de alegría.

Así, cuando asistamos a la boda de parientes o de amigos, ya sabremos que los invitados tienen un papel de testigos, pues ante sus ojos la alegría de la novia permanece al ser desposada, como permanece su vestido, pero igualmente escenifica la entrega de su pureza al amado, cuando consiente el levantamiento del velo, dejando oculto el detalle azul hasta un momento más íntimo.